La mayoría de las personas pasa su vida haciendo cosas comunes. Esto es limitado, pero hay algunas en la comunidad que tienen la capacidad de ver lo extraordinario en lo ordinario. Los catequistas son personas así. En tu enseñanza, con tus palabras y ejemplos, ayudas a otros a encontrar destellos de gracia entre lo ordinario de la vida cotidiana. Y lo que resulta igualmente asombroso es que, al hacerlo, percibes que esa enseñanza puede alimentar tu propia alma.
Deseo que esta pequeña obra ayude, en alguna medida, a comprender que todos nosotros nos llenamos de gracia cuando enseñamos, y que "florecemos como flores del campo" (Sal. 103, 1 S).
1.- La asombrosa gracia de enseñar
Te has preguntado alguna vez: ¿para qué hago esto?", mientras te dirigías a encontrarte con tus catequizandos? Si lo hiciste, te sucede lo mismo que a la mayoría de los catequistas. Cada tanto, nos abruma la rutina o nos sentimos cansados de poner tanta energía en la preparación y presentación de clases que resulten interesantes y formativas. Sentimos como si nuestras energías creativas se agotaran. Hasta llegamos a sentirnos físicamente exhaustos. Podemos orar, junto con el salmista:
Señor, ten piedad de mí, porque me faltan las fuerzas... (Sal. 6, 3).
Y sin embargo continuamos, porque de tanto en tanto vemos a nuestros alumnos "crecer y resplandecer" en el proceso de ser catequizados. Cada tanto percibimos que estamos haciendo algo maravilloso, y esa percepción es suficiente para sostenernos y hace que todo, valga la pena. Estamos ayudando a construir el cuerpo de Cristo:
Él comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros. Así organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo... (Ef. 4, 11-12).
Como catequistas, mostramos nuestro amor mediante la voluntad de entregarnos para alimentar el crecimiento espiritual de otros, así como el nuestro propio. Quienes trabajan con niños y jóvenes, catequizan en la esperanza de que sean como "plantas, florecientes en pleno juventud" (Sal. 144 (143), 12).
El gozo de enseñar
Entonces, ¿qué es enseñar? Es un acto intencional. Lo hacemos porque queremos comunicar e instruir. La enseñanza no ocurre accidentalmente, sino que es voluntaria. El aprendizaje, por el contrario, sí puede darse sin intención. La gente aprende de una variedad de fuentes y situaciones. Un maestro, en cambio, se propone enseñar. Cuando un catequista o una catequista enseña, se preocupa de dar información, experiencias y criterios a sus alumnos. En catequesis, la información consiste en la herencia y la tradición de la comunidad cristiana. Las experiencias son cómo vivimos esas realidades en nuestras vidas cotidianas. Los criterios incluyen guías y líneas rectoras para hacer opciones responsables.
La enseñanza de la religión ayuda a revelar al Dios viviente que está entre nosotros. Cuando enseñamos hacemos accesibles las tradiciones de nuestra comunidad religiosa: nuestra rica herencia se hace disponible a los catequizandos de un modo que cambia sus vidas. Incluye una conciencia y una apreciación de la tradición de nuestra comunidad católica. Y cuando enseñamos, también ponemos de manifiesto la conexión entre conocer y vivir la tradición, y transformar nuestras vidas. Esto quiere decir que enseñar ayuda a los catequizan-dos a descubrir lo que la tradición significa para sus vidas hoy.
Como catequistas, hacemos que las narraciones de nuestra herencia se escuchen con atención y comprensión. Estas incluyen relatos de la vida de los santos, los hombres y mujeres piadosos que nos precedieron. Al narrar sus vidas, mantenemos viva su memoria. La tradición incluye también la celebración significativa de la vida cristiana, preservada en la liturgia y los sacramentos. Nuestra pedagogía ayuda a que los jóvenes participen más plenamente y reflexionen sobre el significado de estas cosas en 1ª vida. Porque la enseñanza también tiene una fuerza transformadora. A través del pasado, reflejado en la Biblia, en la vida de los santos, en los sacramentos y en la doctrina, podemos ver más claramente las cosas que deben cambiarse en nuestro mundo de hoy. A medida que profundizamos nuestra comprensión de aquello en que participamos cuando enseñamos, podemos experimentar gran alegría al reconocer que la enseñanza es una vocación.
La Declaración sobre la educación cristiana de la juventud, elaborada por el Concilio Vaticano II, destaca lo particular de esta vocación:
Hermosa es, por tanto, y de suma importancia la vocación de todos los que, ayudando a los padres en el cumplimiento de su deber y en nombre de la comunidad humana, desempeñan la función de educar en las escuelas. Esta vocación requiere dotes especiales de alma y de corazón, una preparación diligentísima y una facilidad constante para renovarse y adaptarse (Declaración sobre la educación cristiana de la juventud, n. 5).
Estas palabras de los padres del Concilio sugieren que la enseñanza se dirige a la vida nueva, es decir, a dar continuamente a la comunidad nuevas perspectivas y energías.
Pero, ¿qué significa esto para los catequistas? ¿Qué tipo de persona podría hacerlo? ¿Significa que hay que tener una personalidad brillante, o llamativos dones carismáticos? Aunque esto podría ayudar, la fuente vital del catequista es su espiritualidad profunda. Un buen maestro o maestra, así como una persona justa es ...como un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan (Sal. 1, 3). El desafío de enseñar
Seamos sinceros. Enseñar es difícil. Siempre lo ha sido. Ya lo dijo el escritor sagrado, hace siglos. Como leemos en el libro de Isaías:
Escuchen, sí, pero sin entender;
miren bien, pero sin comprender.
Embota el corazón de este pueblo, endurece sus oídos
y cierra sus ojos, no sea que vea con sus ojos
y oiga con sus oídos, que su corazón
comprenda y que se convierta y sane (Is. 6,9-10).
¿Describe este pasaje la respuesta que a veces obtienes en tus clases? Si es así, no estás solo o sola. Quienes tienen experiencia en la enseñanza, afirman que enseñar es difícil, pero que una vez que reconocemos esa verdad importante, podemos superarla. Esto quiere decir que podemos comprender y aceptar esta dificultad, para que ya no nos perturbe. Lo que realmente importa es que todavía queremos enseñar porque lo disfrutamos.
Debemos sentirnos bien con nuestra enseñanza porque los sentimientos son la fuente de nuestra energía. Si nos sentimos mal, nuestra energía disminuye. Y he aquí una paradoja. La vitalidad se conecta con la vulnerabilidad. Dado que enseñar es, al fin de cuentas, una actividad muy personal, está llena de incertidumbres. Hasta Jesús reconoció lo difícil que es ver cómo muchas de nuestras mejores palabras caen en terreno pedregoso, o son ahogadas por la maleza (como en la parábola del sembrador, Mc. 4, 1-9). No es placentero dejar manifestar nuestra impaciencia, o que otros vean que ignoramos ciertas cosas. Y no es fácil enfrentar nuestras limitaciones, o sentir agotarse nuestra creatividad. Pero, según la tradición cristiana, el poder se manifiesta en la debilidad. Cuando nos sentimos débiles, es fácil recordar las palabras de san Pablo:
No nos pregonamos a nosotros mismos, sino que proclamamos a Cristo Jesús como Señor; y nosotros somos servidores de ustedes por Jesús. [ .. ] Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que esta fuerza soberana se vea como obra de Dios y no nuestra (2 Cor. 4, 5.7).
Recientemente, algunos escritores han sugerido que la proclamación de la palabra de Dios, en las Escrituras, ha sido puesta frecuentemente en paralelo con la ruah o espíritu. Una vez dicha, permanece en existencia, realizando su actividad indefinidamente. Nunca se pierde. Permanece real, y tiene el poder de quien la ha pronunciado. Las palabras de Isaías describen este poder positivo de la enseñanza:
Como baja la lluvia y la nieve de los cielos y
no vuelven allá sin haber empapado la
tierra, sin haberla fecundado y haberla
hecho germinar, para que dé la simiente
para sembró- y el pon para comer, así
será la palabra que salga de mi boca.
No volverá a mí con las manos vacías sino
después de haber hecho lo que yo
quería, y haber llevado a cabo lo que le
encargué (Is. 55, 10-11).
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