
En su vida terrena Jesús era verdadero Dios y verdadero hombre; pero su divinidad estaba oculta y aparecía sólo su humanidad. Hoy día en el misterio de su Cuerpo y su Sangre Jesús sigue siendo verdadero Dios y verdadero hombre; pero tanto su divinidad como su humanidad están ocultas. Del pan y el vino no quedan más que las apariencias. La realidad es Cristo vivo, Dios y hombre. Es un misterio de fe.
Se puede decir que en el misterio de la Eucaristía hay un doble efecto. Uno es el de la presencia de Cristo, que se realiza cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración: “Esto es mi Cuerpo... Este es el cáliz de mi Sangre”. En virtud del poder de Cristo concedido a los sacerdotes, estas palabras son eficaces y realizan lo que significan. En este momento solemne los fieles están de rodillas, para adorar a nuestro Dios que se ha hecho presente allí en el altar. Pero no se ha alcanzado su efecto último mientras el Cuerpo de Cristo no han sido comido y su Sangre no ha sido bebida. Este es el efecto deseado por Cristo. Por eso nos manda: “Tomad y comed todos de él... Tomad y bebed todos de él...”. Ese efecto último tiene una doble dimensión: por un lado, la comunicación de la vida de Cristo a quien lo recibe y la unión vital con él y, por otro lado, la unión entre sí, como miembros de en un solo Cuerpo, de todos los que reciben ese mismo alimento.
Esta es la fe de la Iglesia Católica. Se basa en la Palabra revelada de Cristo. Lo asombroso es que creyendo esto los católicos le demos tan escasa importancia y tan escaso lugar en nuestras vidas. Es asombroso que, siendo ésta nuestra fe, menos del 10% de los católicos participen de la Eucaristía dominical. Que la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo y los actos que se realizarán para dar culto a este misterio admirable nos permitan reparar tanta frialdad.
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